Veinte años después volvió al pueblo, y a su casa natal. Y abrazó a su mamá pidiéndole perdón por el dolor que le había causado. Es que en ese entonces yo era una chiquita caprichosa que quería amar, le dijo antes de acomodar sus cosas en el ropero del que todavía era su cuarto, ahora ya soy una mujer.
Nunca se supo cómo fueron sus días en la ciudad, pero cuando hablaba de esos años había en sus relatos un dejo de tristeza intuible solo para algunos -e inentendible para muchos-, aunque ella estuviera riéndose a carcajadas. Así era Helena, una Mujer de esas que dan ganas de escribirlo con mayúsculas. Sabía muy bien cuáles eran las cosas de las que quería hablar, y cuáles prefería silenciar. Tenía la risa más limpia y contagiosa que jamás haya visto. Y era hermosa.
Cuando Helena cumplió 40 años, llegó a la capilla con los pies descalzos y embarrados, y las telas del vestido blanco lloviéndole en las piernas. Llevaba un ramo de espinacas en la mano y de su pelo colgaba, pesado, un tul largo y eterno, que surcaba el camino a su paso.
Los miró a todos y a cada uno a los ojos, y con una sonrisa que le ilumnaba la cara les dijo: bienvenidos a mi descasamiento, están todos invitados.
Y entró a la capilla, donde nadie la esperaba.
¿Quién escribió alguna vez que el amor de mujer es breve?, ¿breve?
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