miércoles, 27 de diciembre de 2006

mujeres

Mujeres. Desconocidas. Caminando por la calle. Tomando un café en un bar. Bailando. Hablando por teléfono en una cabina pública. Gritando en medio de una manifestación. Llorando detrás de un escritorio. Llevando a sus hijos de la mano. Corriendo el colectivo. Riendo. Mirando una película.

Mujeres en las que un detalle atrae, estimula la mirada.
Detiene la cámara (el ojo).

Un lunar. Una espalda. El rimel corrido. Las piernas al bailar. La mirada distraída. Un cuello. Un tatuaje que asoma entre el bretel y la remera. Una mirada fija a mis propios ojos. Manos que acarician piernas. El pelo despeinado.

Y la cámara intentando captar lo que no se ve.
Y el ojo intentando descifrar lo que no se muestra.
Y las palabras intentando decir lo que no se sabe.

sábado, 23 de diciembre de 2006

...?

¿por qué cuando llueve así
se me inunda la mano con palabras
melancólicamente cursis
(...y por qué también se cuela siempre un
cucharearnos)?

jueves, 21 de diciembre de 2006

.

los labios al salir de la ducha. esa bandera. la sorpresa de la primera menstruación. el camino a las cataratas en aquel viaje. las uñas de mi abuela -y las que le gustan a mi hija-. las tapas duras del libro del primer estante. el pezón contraído de excitación. la lapicera de mi viejo. el cordón que sujeta la cortina. el almohadón con forma de corazón. el envoltorio de las galletitas que llevaba al colegio.
pero también la furia que me invade el cuerpo cuando soy testigo impotente de una injusticia.
y la pasión que me despierta, en un segundo, un llamado al cuerpo y al placer.
y a veces, la alegría.

miércoles, 20 de diciembre de 2006

tengo miedo de un día empezar a llorar,
y llorar, y llorar,
y no parar nunca de llorar hasta llenar

toda la habitación de lágrimas...
y arrastrarte conmigo...


(escuchado en "La vida secreta de las palabras" de Isabel Coixet)

martes, 19 de diciembre de 2006

latido

Sombras. Ecos. Pestañas húmedas. Palabras distorsionadas.
Susurros.

Algo que no entiendo y que me atrae. Me convoca.
Y me violenta. Me subvierte.

Nada de lo que pueda dar cuenta de un tirón. Nada que pueda explicártelo.
Nada que pueda nombrar del todo.

Sólo rodear. Merodear. Rondar. Bordear.
Con palabras como chorros de sangre.
Latiendo. Pulsando con fuerza discontinua.

... palabras distorsionadas.
Susurros.

quietud

Quieta, muda, estancada. Pero con los ojos abiertos casi sin parpadear de puro ver.
Como hipnotizada.
Veía pasar delante de ella cada uno de los gestos, cada una de las miradas, cada acercamiento. Y cada retirada.
Estuvo así un día, otro, otro y otros más.
Algunas personas cercanas, que lo percibían, ni se animaban a interrogarla. Tal vez por miedo a resquebrajarla y que se derramara todo el dolor de lágrimas que intuían en su interior.
Otros (la mayoría) ni siquiera lo habían notado.

Un día -muchos creen que un día cualquiera, yo sé que no es así- cerró los ojos, dejó de mirar
y habló.

sábado, 16 de diciembre de 2006

velo

Los ojos se me nublaron y a partir de entonces una especie de tela blanquecina velaba, por momentos, lo que miraba.
Podía refregármelos o parpadear con intensidad, pero el velo se corría solo, caprichosa e independientemente de cualquier movimiento que yo hiciera. Aparecía y desaparecía.
Con el tiempo me acostumbré.
Después de todo, por qué pretender lo contrario.
... dónde está escrito que tenemos que ver las cosas con la misma claridad todo el tiempo?

miércoles, 13 de diciembre de 2006

separación

Bajamos del taxi frente al parque, justo en la puerta del único bar que a las cuatro y media de la mañana estaba abierto seguro.
Nos sentamos en una mesa, y mientras marchaban dos cafés –el mío doble, bien negro-, fui al baño. Cuando me miré en el espejo vi la marca de uno de sus cachetazos en mi pómulo izquierdo. No era muy grande. Pero era suficiente como huella de lo que había pasado menos de dos horas atrás.
Cuando me volví a sentar frente a él, yo podía mirarlo a los ojos.
Él evitó hacerlo.
–Por favor, me traería un poco de hielo. Él me pegó y no quiero que se me hinche la cara, –le dije al mozo, que no pareció muy sorprendido por mi comentario, pero que al rato cumplió con mi pedido.
Él sí me miró, sorprendido. En sus ojos había un atisbo de pregunta y también de resignación ante las palabras que lo desnudaban frente a todos.
–Si es así –le dije mirándolo otra vez a los ojos–, me pegaste. ¿O no?

Realmente me cuesta seguir el hilo de lo que dijimos uno y otro durante casi una hora. Y creo que a esta altura es lo que menos importa. Pero lo que recuerdo perfectamente es la sensación de que a medida que hablaba iba volviendo de una especie de estado fantasmático en el que había transcurrido toda esa pesadilla en mi casa.
Seguramente discurrimos en la mirada de cada uno sobre un malentendido ya insalvable. No el de esa noche. El de nuestra relación.
Pero a medida que pasaba el tiempo yo me iba sintiendo cada vez más ahí. Era yo, sentada en ese bar, acompañada de una decena de extraños que sin siquiera enterarse fueron quienes arrancaron de mi cuerpo el desamparo en el que me encontraba desde hacía años.
Hablar. Decir. Nombrar. Putear. Hechos más que palabras, que me hacían volver de esa especie de sueño en el que había estado hasta entonces. Hoy puedo decir que desde mucho antes de que tocara el timbre de casa esa noche.
En un momento me miró -creo que por primera vez desde que entramos a ese bar-. Sacó un billete de cinco pesos, lo dejó sobre la mesa, se paró, agarró su saco, y se fue.
Quedaron resonando en mi cabeza las palabras que había pronunciado un rato antes, y que no sólo él había escuchado por primera vez.
Acabábamos de separarnos definitivamente.

ausencias

No acostumbraba visitar la tumba de sus padres.
–No son ellos los que están ahí, decía cuando le preguntaban por qué.
Una sola vez le había pedido a su mamá que la llevara hasta la tumba de su papá. Tendría unos catorce años. De esa visita recuerda poco. Pero sí que era un día de pleno sol, eso lo recuerda bien. El cielo era de ese color celeste intenso que pocas veces se da en la ciudad, mientras las dos caminaban por la parte que el cementerio tiene al aire libre. Ella se dejaba llevar. Su mamá era quien conocía el camino. Después, un laberinto de pasillos con paredes interminables, altísimas, larguísimas, llenas de recordatorios, algunas con flores, otras con fotos. Todas iguales y todas distintas.
Cuando llegaron frente al nombre de su papá vomitó lágrimas, dolor y palabras inentendibles durante un tiempo sin tiempo. Su mamá, que estaba parada atrás suyo, sólo presente con la mano en su hombro, la ayudaba a estar ahí, sola.
Pasaron más de veinte años desde entonces. El día otra vez tiene ese cielo que hace los contornos de las cosas más nítidos, y a las cosas en sí, más luminosas. Ahora, quien la guía es una persona que no conoce y que se ofreció a conducirla cuando la escuchó preguntando por la ubicación de esos dos apellidos, los suyos. Es una mujer que tendrá unos diez o quince años más que ella. Tal vez la edad que tenía su mamá aquella otra vez que la acompañaba por ese mismo camino. Pero no es su mamá, y ella tampoco es la chica de entonces. La mujer va adelante, camina despacio, como dándole tiempo a acostumbrarse al lugar. De vez en cuando se da vuelta, confirma que ella sigue ahí, y vuelve a retomar la mirada en el sendero.
Casi sin darse cuenta, ya estaban otra vez recorriendo esos pasillos, idénticos, pero distintos a los de hace veinte años. Ahí, ya podía buscar sola la ubicación exacta. Le agradeció a la mujer, quien siguió caminando hasta perderse al final del pasillo. Entonces ella buscó nombre por nombre, hasta que se topó con uno y otro, juntos. Ni al lado, ni cerca, ni uno debajo de otro. Juntos, en el mismo nicho. Uno y otro. Los dos apellidos, los suyos.
No son ellos los que están acá –volvió a pensar–, pero lloró y les habló un rato largo, como si pudieran escucharla.

martes, 12 de diciembre de 2006

milonga (fragmento)

Llegó con su pollerita negra, su blusa de encaje y los labios de prolijo rojo. Sola.
Se sentó en la mesa del borde de la pista. Pidió un café y mientras lo esperaba, sacó de su bolso los zapatos negroyblancos. Se los puso, se cruzó de piernas y esperó.
En la pista, el remolino de parejas bailando prometía una buena noche.
Siempre iba sola. Siempre se sentaba en la misma mesa. Siempre esperaba dos o tres tandas para empezar a mirar. Necesitaba romper de a poco con la soledad del afuera antes de ir al abrazo con otro.
Terminó el café y levantó la mirada.
De izquierda a derecha sus ojos fueron deslizándose por todas las mesas sin detenerse en ninguna.
Cuando miró nuevamente su taza vacía, ya tenía bien claro quiénes habían ido y quienes habían faltado a la milonga esa noche.
Al primer intento de cabeceo le pasó la mirada por alto. No quería volver a bailar con él. Estaba claro que sus intenciones distaban mucho de lo que ella estaba dispuesta a darle a cambio. Y otra vez no iba a pasar por el incómodo momento de tener que endurecer el antebrazo y clavarle el codo en las costillas para que entendiera sus diferencias. Era mejor para los dos.
Pidió otro café, dándose la oportunidad de seguir esperando sin tener que salir a bailar con quien no tuviera ganas.
Cruzaron por su cabeza cientos de situaciones de todos estos años de milonga. Esperas. Ansiedades. Hartazgos. Ilusiones. Desencantos. Encuentros y desencuentros.
En el baile y de los otros.

El tango no es amor, es simplemente tango –solía decir una amiga-.

La sustrajo una voz desconocida, invitándola para la siguiente pieza. Aceptó, rehusando fijar sus ojos en los de él, con un gesto tímido, inseguro. No era habitual que la sacaran a bailar hombres que no la conocieran. Ella era una de las mejores bailarinas de tango que frecuentaban el salón. Bastaba verla bailar una vez para darse cuenta. Pero no era atractiva ni sensual como otras mujeres que iban a la milonga.
Se acercó a la pista caminando delante de él, arreglándose con una mano la pollera, mientras con la otra acomodaba el pelo debajo de la hebilla.
Sintió que se sonrojaba mientras los cuerpos se acercaban para unirse en el abrazo y empezar a bailar. Bailaron un tema, empezando a conocerse los tiempos, las distancias y los pasos. Bailaron otro, y otro más.
El olor de su piel empezó a perturbarla...

lunes, 11 de diciembre de 2006

nudo

Es un nudo.
Empieza unos centímetros debajo de la garganta, casi en el centro del pecho, y desde ahí irradia una especie de masa densa y pesada hacia el resto del cuerpo.
No es imagen, ni metáfora.
Es un nudo que me retuerce todo, una contracción intensa que lo toma todo.
Lo inunda.
Me contrae la espalda, tensiona las manos y paraliza los pies.
Y me falta el aire.
Eso. Sobre todo, me falta el aire.
Tengo que detenerme a respirar profundo, una y otra vez.
Como si respirar fuera, entonces, un acto voluntario.
Me detengo a tomar aire para no ahogarme, en ese nudo.

Finalmente, rebalsan las lágrimas.
Y lloro.

Lloro a gritos. Acurrucada alrededor de ese nudo. Abrazada a mi espalda contraída.
Tomo borbotones de aire, mientras lloro. Y pierdo el registro de mi cuerpo.
Sólo lloro.
Y son chorros de lágrimas que me mojan la cara, las manos, el cuello.
Y digo algunas palabras sueltas. Grito algún nombre. Pido un abrazo. Hablo.
Sola.
Ahogada ahora en las lágrimas. Ya no en el nudo.

Y así, llorando y diciendo, empiezo a tranquilizarme, de a poco.
Retomo lentamente el ritmo de mi respiración. Y también, de a poco, recupero la presencia de mi cuerpo.
Vuelvo a tener brazos, espalda, cuello, pies.

jueves, 7 de diciembre de 2006

espiral

Estaba todo espiralado, todo metidito para adentro, ensimismado.
Y de pronto sacó la cabeza para tomar aire y ver qué había alrededor.
Se sorprendió de lo que vio. Y volvió a replegarse.
Sin dar tiempo a que nadie le pudiera explicar que fuera del espiral
las cosas son de otra manera y hasta se ve clarito, clarito, el espiral
que él habita.
Que no es el mundo.
Es sólo su espiral.

piel

ella tiene dos pieles.
como dos capas que la recubren, una sobre otra.
cuando la cámara se enciende, su piel externa irradia perfección.
moldea su cuerpo como si fuera la pieza que, finalmente, conformó al escultor.
y la impermeabiliza.
la aleja de las impurezas externas e internas.
la hace anónima y universal a la vez.
pero cuando la cámara se apaga ella se despelleja íntegra,
como una víbora cuando muda su piel.
y sale al mundo con sus imperfecciones.
con sus marcas.
con las huellas de esa vida (y no otra)

miércoles, 6 de diciembre de 2006

tango

Pararnos frente a frente.
Mirarnos a los ojos hasta que la mirada se pierde en el abrazo.
Tomarnos la mano y acercarnos. Y olernos. Respirarnos.
Rozarnos, sien con mejilla y... suspendidos en las notas que invitan a empezar, bailar.
Bailar y deslizarse, o dejarse deslizar. Pero suspendidos en el abrazo y en la música. Respirándonos. Bailar.
Con la libertad de ese momento único,
de ese juego de dos que no son dos fuera de ese abrazo y de ese baile.
Jugando en ese instante a la eternidad del encuentro.
Bailar un tango. Bailar. Con otro.
Placer fugaz.

fuga

algo debe escapar
debe fugarse -sin dudas- de la cárcel de los agujeros de su cuerpo,
para encontrar un hueco (no agujero) por donde se escurra algo propio
que hable de ella.

sábado, 2 de diciembre de 2006

ella

ella. en medio de la que habla en la cabina telefónica. de la que llora detrás del escritorio. de la que lleva a su hijo de la mano. de la que baila. de la de la mirada perdida....

ella empieza a recortarse como algo de ese fragmento. como parte ella misma en medio del todo de su cuerpo, del todo de su carne sólo carne. como piel rugosa. como poro transpirado. como pezón hinchado.

ella. la que a veces ofrece su cuerpo. la que no sabe qué pide a cambio. la que no sabe muy bien qué espera. la que todavía no prestó su voz (su palabra).

pero en medio de la que habla en la cabina telefónica. de la que llora detrás del escritorio. de la que lleva a su hijo de la mano. de la que baila. de la de la mirada perdida.... en medio de todas las que también son ella.

pura boca

vos eras pura boca –sonrisa–, ojos y manos.
yo me reía como hace tiempo no recuerdo
y mi piel era una revolución permanente al rozarte.

y cuando me despertaba te abrazaba y me apuraba a seguir soñando,
para volver a reírnos así
y una de las veces el sueño tardó en llegar... y el abrazo fue más fuerte.

Entredormido me miraste,
te sonreíste,
me besaste el cuello
y seguimos soñando.

esa mujer

La yema del dedo pulgar recorriendo una y otra vez, en círculos, la uña del índice. Como acariciándolo, mimándolo. Para un lado y para el otro. Así se movían los dedos de mi mamá mientras su voz, su mirada o su atención se ocupaban de cualquier otra cosa menos de ese índice y ese pulgar.

En realidad, no eran los movimientos de los dedos de mi mamá. Era el gesto de esa mujer que ella era, más allá de ser mi mamá.

Para un lado y para el otro. Dedos regocijándose en el contacto. Enrollando y desenrollando el enigma de un placer desconocido para mí.

La mujer de ese gesto detenía el tiempo para escuchar una canción capaz de emocionarla. Y era la misma que disfrutaba de esos pocos cigarrillos realmente escogidos en el día. O de un café, sentada en la cocina, cuando recién se levantaba de su infaltable siesta.

Dedos regocijándose, en círculo, para un lado. Y para el otro.

A veces, a ella, en medio de una conversación entre amigos, la mirada le abandonaba el cuerpo. Otras, se quedaba suspendida en el silencio y la soledad de su mundo casero. Y los ojos se le empapaban de nostalgias. Y los labios se le apretaban de tristeza. Y el estar se le llenaba de ausencias.

Enrollando y desenrollando. Como arrumándose, mimándose.

No conocí demasiado a esa mujer, pero era tan distinta a mi mamá. Debo haberme quedado cientos de veces mirándola desde lejos. Intentando no interrumpir ese mundo tan lejano, pero muriéndome de ganas de acercarme y formar parte.

La yema del dedo pulgar recorriendo una y otra vez, en círculos, la uña del índice.
Era tan suyo ese gesto que hubo un tiempo en que intenté copiarlo para parecerme a ella, en alguna época logré olvidarlo para no extrañarla y hoy lo escribo para recordarla.