miércoles, 13 de diciembre de 2006

ausencias

No acostumbraba visitar la tumba de sus padres.
–No son ellos los que están ahí, decía cuando le preguntaban por qué.
Una sola vez le había pedido a su mamá que la llevara hasta la tumba de su papá. Tendría unos catorce años. De esa visita recuerda poco. Pero sí que era un día de pleno sol, eso lo recuerda bien. El cielo era de ese color celeste intenso que pocas veces se da en la ciudad, mientras las dos caminaban por la parte que el cementerio tiene al aire libre. Ella se dejaba llevar. Su mamá era quien conocía el camino. Después, un laberinto de pasillos con paredes interminables, altísimas, larguísimas, llenas de recordatorios, algunas con flores, otras con fotos. Todas iguales y todas distintas.
Cuando llegaron frente al nombre de su papá vomitó lágrimas, dolor y palabras inentendibles durante un tiempo sin tiempo. Su mamá, que estaba parada atrás suyo, sólo presente con la mano en su hombro, la ayudaba a estar ahí, sola.
Pasaron más de veinte años desde entonces. El día otra vez tiene ese cielo que hace los contornos de las cosas más nítidos, y a las cosas en sí, más luminosas. Ahora, quien la guía es una persona que no conoce y que se ofreció a conducirla cuando la escuchó preguntando por la ubicación de esos dos apellidos, los suyos. Es una mujer que tendrá unos diez o quince años más que ella. Tal vez la edad que tenía su mamá aquella otra vez que la acompañaba por ese mismo camino. Pero no es su mamá, y ella tampoco es la chica de entonces. La mujer va adelante, camina despacio, como dándole tiempo a acostumbrarse al lugar. De vez en cuando se da vuelta, confirma que ella sigue ahí, y vuelve a retomar la mirada en el sendero.
Casi sin darse cuenta, ya estaban otra vez recorriendo esos pasillos, idénticos, pero distintos a los de hace veinte años. Ahí, ya podía buscar sola la ubicación exacta. Le agradeció a la mujer, quien siguió caminando hasta perderse al final del pasillo. Entonces ella buscó nombre por nombre, hasta que se topó con uno y otro, juntos. Ni al lado, ni cerca, ni uno debajo de otro. Juntos, en el mismo nicho. Uno y otro. Los dos apellidos, los suyos.
No son ellos los que están acá –volvió a pensar–, pero lloró y les habló un rato largo, como si pudieran escucharla.

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