miércoles, 13 de diciembre de 2006

separación

Bajamos del taxi frente al parque, justo en la puerta del único bar que a las cuatro y media de la mañana estaba abierto seguro.
Nos sentamos en una mesa, y mientras marchaban dos cafés –el mío doble, bien negro-, fui al baño. Cuando me miré en el espejo vi la marca de uno de sus cachetazos en mi pómulo izquierdo. No era muy grande. Pero era suficiente como huella de lo que había pasado menos de dos horas atrás.
Cuando me volví a sentar frente a él, yo podía mirarlo a los ojos.
Él evitó hacerlo.
–Por favor, me traería un poco de hielo. Él me pegó y no quiero que se me hinche la cara, –le dije al mozo, que no pareció muy sorprendido por mi comentario, pero que al rato cumplió con mi pedido.
Él sí me miró, sorprendido. En sus ojos había un atisbo de pregunta y también de resignación ante las palabras que lo desnudaban frente a todos.
–Si es así –le dije mirándolo otra vez a los ojos–, me pegaste. ¿O no?

Realmente me cuesta seguir el hilo de lo que dijimos uno y otro durante casi una hora. Y creo que a esta altura es lo que menos importa. Pero lo que recuerdo perfectamente es la sensación de que a medida que hablaba iba volviendo de una especie de estado fantasmático en el que había transcurrido toda esa pesadilla en mi casa.
Seguramente discurrimos en la mirada de cada uno sobre un malentendido ya insalvable. No el de esa noche. El de nuestra relación.
Pero a medida que pasaba el tiempo yo me iba sintiendo cada vez más ahí. Era yo, sentada en ese bar, acompañada de una decena de extraños que sin siquiera enterarse fueron quienes arrancaron de mi cuerpo el desamparo en el que me encontraba desde hacía años.
Hablar. Decir. Nombrar. Putear. Hechos más que palabras, que me hacían volver de esa especie de sueño en el que había estado hasta entonces. Hoy puedo decir que desde mucho antes de que tocara el timbre de casa esa noche.
En un momento me miró -creo que por primera vez desde que entramos a ese bar-. Sacó un billete de cinco pesos, lo dejó sobre la mesa, se paró, agarró su saco, y se fue.
Quedaron resonando en mi cabeza las palabras que había pronunciado un rato antes, y que no sólo él había escuchado por primera vez.
Acabábamos de separarnos definitivamente.

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