martes, 9 de enero de 2007

estatua

No era ella la que estaba enfrente, lo sabía. Sin embargo, durante ese lapso de tiempo, no hubiera podido asegurarlo. Se vio ahí, como tantas otras veces se sintió, sin poder poner palabras. Inmóvil, apresada en su propio cuerpo y con la voz retenida.
Permaneció mirándose en ese espejo de piedra, reconociendo cada uno de sus rasgos, cada pliegue de su rostro, de sus manos,
como si se viera por primera vez.
Su mirada se detuvo al llegar a los ojos. Creyó ver una lágrima en ese punto corroído de la piedra y la invadió un extraño placer mientras recorría con su mirada una y otra vez las marcas de los trazos del cincel, hasta llegar de nuevo a ese punto. Era un peligroso goce en el que podía llegar a perderse definitivamente, sin hacer otra cosa que estar, que permanecer así, quieta.
Era estatua y era vida también.
Sólo que no lo supo hasta asustarse de sí misma y de tanta quietud alienante.

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