jueves, 22 de febrero de 2007

despertares

Todos los días se despertaba a la misma hora. Sies-y-veinte.
Y todos los días tardaba cinco minutos en levantarse de la cama.
Hacía años que se despertaba, sola, a esa hora y se levantaba, como una autómata, no más de cinco minutos después.
Desde que vivía sola.
Ya no llevaba la cuenta de la cantidad de años, pero serían unos siete u ocho.
Y no había lunes, viernes o domingo que modificara su despertar.
El día, después, podía ser rutinario o diferente. Alegre o aburrido. Largo o corto. Liviano o cansador. Pero seguro que al día siguiente volvería a despertarse a las seis-y-veinte. Ya lo tenía probado. No fallaba.
No había fiesta la noche anterior, ni anginas, ni nada que pudiera con la apertura de sus ojos a las seis-y-veinte. Y las veces que le preguntaban, o se preguntaba, tenía como respuesta un certero “hay una sola razón: es que me despierto sola”, evitando -claramente- la repregunta o la reflexión.

Ayer se despertó, como todas las mañanas, giró la cabeza buscando el reloj que está en su mesa de luz y no entendió por qué marcaba las once-menos-cuarto.
Se quedó mirando las agujas moverse despacito, cinco, diez minutos, como buscando entender. Y cuando los ojos se le empezaban a cerrar y el sueño estaba a punto de vencerla otra vez, se dio vuelta, lo abrazó, recibió un beso dormido y dulce como respuesta y, abrazados, siguieron durmiendo.

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